Autor: Vicente Hernándiz.
Editorial: Ediciones Atlantis.
1ª Edición: Abril 2011.
2ª Edición: Octubre 2011.
ISBN: 978-84-15228-56-1.
Páginas: 470.
Dimensiones: 16x23.
Formato: Tapa blanda.
Precio: Consultar librerías.
Podría equiparar el escribir una novela con tener un hijo, pero el hecho de que los hijos sean entes autónomos que toman sus propias decisiones y terminan por seguir su propio camino lo convierte en algo diferente. Escribir una novela es, más bien, como hacer una tarta.
Antes de meternos a trajinar en la cocina, hemos de tener bien clara la idea final a la que queremos llegar, es decir, la imagen mental de la tarta. No hace falta que, en un estadio tan temprano, decidamos si vamos a ponerle decoración floral, letras de mazapán o confite multicolor; sin embargo, sí es fundamental saber si queremos hacer un sencillo bizcocho de limón y aderezarlo con relleno de crema o si, por el contrario, deseamos construir una compleja tarta de varios pisos y sabores con forma de Estrella de la Muerte modelada con fondant.
Esta primera decisión condicionará desde el inicio no solo los ingredientes que podamos necesitar, sino también el método de trabajo y las fases que habremos de cumplir a rajatabla para no envenenar a nuestros comensales con un pastel mal hecho o incluso nocivo para su salud culinaria.
No obstante, una cuestión que habremos de tener en cuenta y sobre la que deberemos ser extremadamente realistas antes de ponernos manos a la obra será la del material del que podemos disponer y, no menos importante, las capacidades personales que por formación o por nacimiento habitan en nosotros. No podemos ni debemos sobrestimar nuestras capacidades, pues corremos el riesgo de que nuestro precioso palacio de Cenicienta hecho de bizcocho de chocolate y nata se convierta en la cueva de la bruja, con el techo semiderruido y un aspecto aterrador que hará que nadie, nunca, por delicioso que pueda estar, se atreva siquiera a acercarse y probarlo.
Del mismo modo, cuando uno se plantea escribir una novela, cuánto más cuando se trata de un fruto perdurable y no inmediato, como sí es un pastel, deberá tener bien presentes estas cuestiones para no crear después un engendro del que avergonzarse a lo largo de años venideros, si es que consigue hacerse un mínimo hueco en las historias de la literatura.
Quizás lo más peligroso en la odisea de publicar una novela sea que, en última instancia, el responsable de lo que sale a la luz es única y exclusivamente el autor. No entraré a valorar la imagen que da una editorial que publica una obra mediocre o plagada de errores y erratas o incluso tediosa y cansina, pues estas no ejercen ya el papel del mecenazgo cultural, sino que se han convertido en un mero intermediario, un trabajo mercenario que busca el enriquecimiento y no la expansión de la cultura o el cultivo de una lengua que, como el español, fue dueña de un Imperio.
Debido precisamente a esto, es el autor quien debe encargarse de que su obra salga al mercado pulida, limpia de faltas, errores e incorrecciones, perfecta, puesto que, como bien dijo San Mateo: “Por tus palabras serás declarado justo o por tus palabras serás condenado” (Mt., 12, 37).
Cuando las estrellas nos llamen es, por desgracia, un vivo ejemplo de lo que no se debe hacer. Con una prosa abigarrada y compleja que claramente escapa de su capacidad narrativa, el autor nos presenta un manuscrito al que parece faltarle, incluso, una primera lectura tras habérsele puesto el punto final. Plagado de errores de principio a fin, en cada página encontramos no
solo erratas propias del tecleo que, como se ha indicado ya, habrían sido fácilmente subsanables con una segunda lectura o incluso con una revisión con el corrector del procesador de textos correspondiente, sino también faltas de ortografía, puntuación y coherencia textual.
Faltan guiones en los diálogos, coherencia en los tiempos verbales, corrección en la estructuración de las frases… No se puede buscar un estilo elevado en la narración cuando no se domina la lengua hasta tal punto que se dejan de lado anacolutos y redundancias y se es capaz de construir un entramado firme y correcto.
Desde el punto de vista del contenido, se nos presenta una trama novedosa con un planteamiento muy atractivo: la posibilidad de que la vida existiera en diversos puntos del universo, propiciada o monitorizada su evolución por una forma de vida superior que ha creado un grupo de seres a su imagen y semejanza (teorías de la panspermia y la exogénesis). Se narra la guerra de una raza humana afincada en una lejana galaxia contra los gurzam, el enemigo sempiterno de aquellos seres superiores que ejercieron sobre estos el papel de dioses progenitores. Y a través de las casi quinientas páginas se va dando respuesta a preguntas como “¿quiénes somos?” o “¿de dónde venimos?”, que han mantenido en vilo a esta civilización durante milenios.
Sin embargo, las chispas de brillantez que se aprecian en diversas reflexiones, los momentos de lucidez que podrían hacer meditar al lector sobre profundas cuestiones de nuestra propia existencia, quedan total y absolutamente cegados por los errores que plagan la novela, por el estilo narrativo denso y errático del que hace uso el autor (que, quizás, simplificándolo y buscando la sencillez y lo directo ganaría puntos) y por un ritmo lento que convierte a ratos la lectura en algo sumamente difícil de digerir.
El final, quizás, sea lo único que redime a esta obra y la libra de convertirse en algo indigno siquiera de mención. En las últimas cien páginas aumenta el ritmo narrativo y la tensión, aunque todo ello hace pensar que las doscientas primeras debieran haberse resumido y haberse cargado más las tintas en esta última parte, que pasa ante nuestros ojos de forma precipitada y demasiado cortante.
La novela tiene posibilidades de convertirse en un título decente, recomendable, aunque tal hecho requeriría un escrupuloso pulido en profundidad, una corrección muy rigurosa y una reflexión consciente y responsable por parte del autor para equilibrar no solo el ritmo, sino también todas las demás cuestiones que afean esa idea inicial y le impiden convertirse en el pastel que debiese haber llegado a ser.
Morgana Majere
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