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relatos
CAMBIA DE JACA
Publicado por
Revista Rage
viernes, 16 de enero de 2015
Por Mariano Pontones
¿Pues
no me dice el pringao éste de la perilla que le ponga los cuernos a mi mujer?
Tendrá mucha fama en el hospital de mi
Susi, pero a mí no me ha parecido para tanto. Mucho pelo blanco, mucha perilla
entrecana, mucha mirada de cordero degollado, de esas que hacen que a la
mujeres se les caiga la baba, mucha labia, pero no me fío ni un pelo de él. Dicen que es el mejor urólogo
de todo el centro, al que acuden incluso los de la familia real, pero sus
recomendaciones me escaman. Con esos ojitos color avellana las lleva locas, eso
es evidente. La cincuentona que hace guardia en la puerta de la consulta se ve
a la legua que bebe las aguas y lo que no son las aguas por sus huesos. Mi niña
me ha contado que la mitad del hospital va detrás de él, incluyendo más de un
residente que decidió cambiarse de acera, o salir del armario. Maricones de
toda la vida, vaya.
La cuestión es que en los últimos meses,
cuando me toca hacer uso del matrimonio,
no funciono como hombre, al menos no como antes. Mi masculinidad parece
menosculinidad, no coge tono, no izo bandera, vamos. Mi parienta, en contra de
mi voluntad, como siempre, se lo comentó a la niña, y ésta habló con el doctor
Interesante, y heme aquí, enseñando mis vergüenzas y contando mis miserias. Después
del interrogatorio preceptivo, de examinarme con lupa, y de los análisis y
pruebas correspondientes, incluyendo el temido asalto por la puerta de atrás,
para ver qué pasaba con la próstata famosa, y que me hizo recordar la sabia
frase de mi difunto padre “con vaselina todo entra”, la conclusión fue clara.
Cambia de jaca. Cambia de jaca, dijo. Así, sin más. A veces pasa, me
comentó; que si la monotonía, que si la
edad, que si tal, que si cual... No te jode, a estas alturas. Ya me lo podía
haber dicho hace años, cuando aún funcionaba al cien por cien. A ver qué le
digo a mi contraria. El de la perilla me ha dicho que no hay nada anormal, que
soy perfectamente capaz, que sirvo, que en todo caso puede haber algo
psicológico, no sé, pero que él probaría otro menú, a ver si así se me
despierta el hambre. En fin, habrá que seguir los consejos del médico, yo
siempre he sido muy cumplidor.
La
verdad es que no sé por dónde empezar. Cuando uno es fiel por naturaleza nunca
sabe cómo se hacen estas cosas. Quizá debería empezar por la vecina de abajo.
He oído en algún cuchicheo de escalera que es un putón. La verdad es que es una
cuarentona con falda y pelo corto, de las que a mí me gustan, y si fuese verdad
que además es un poco ligera de cascos, puede ser una buena opción para no
decepcionar la prescripción facultativa. Allá que voy. Me planto delante de su
puerta y toco al timbre. No han pasado ni diez segundos desde que empiezo a
contarle mis cuitas, cuando resuena por todo el edificio el bofetón que me
estampa en toda la jeta. Hasta la Puri, la del séptimo, que es sorda de toda la
vida, se asoma por el hueco de la escalera, a ver qué ruido ha sido ése. Con
los cinco dedos marcados en rojo en el carrillo derecho (el putón es zurdo) y
mi orgullo herido, me pregunto por qué las mujeres se sienten tan ofendidas
cuando les planteas cuestiones con fundamento científico y médico. ¡Joder, que esto es algo serio!
Salgo
a la calle. La cara todavía me escuece. Me cruzo con Chema, el que todo lo
sabe. Le hago un resumen esquemático de la situación. Asiente, consternado.
Cuando las cosas se complican, me dice, lo mejor es acudir a profesionales.
¿Conoces a Lola, la hija de Maruja, la que se casó con aquel Guardia Civil que
se fue a por tabaco, abandonando el Cuerpo y a su familia, y que se perdió en
la noche de la movida madrileña, tiempo ha, convirtiéndose en el travestí de
moda? Pues ella se gana la vida
escuchando las penas y tristezas de los hombres, y ayudándoles a superarlos.
¿Qué es, psicóloga? le pregunto yo, conmovido por la triste historia. No, al
menos no solamente. Es puta, me dice. ¿Que espute?, le digo, sin entender qué
tenían que ver mis gargajos, que yo asumía relacionados con mi afición al
tabaco negro, con la cuestión que tenemos entre manos. Que no, coño, que es
puta, prostituta, meretriz, mujer de vida alegre. Y además, psicóloga
licenciada por la Universidad Complutense, y
doctorada con sobresaliente cum laude. Trabaja en el Marilyn's, al
otro lado de la ciudad. Vente y te la
presento, me responde. Y para allá que nos vamos.
Cogemos
un taxi, y durante el trayecto Chema empieza a explicarme más a fondo toda la
historia. Le interrumpo, anticipándome, como hago habitualmente, dejándome
llevar por mis prejuicios tan costosamente
trabajados durante años, y sin dejarle hablar insinúo que será la típica
historia de estudiante universitaria que, dadas las penurias económicas
familiares, vende su cuerpo para poder
conseguir terminar su carrera, y que después se queda atrapada en esa vida de
desenfreno y dinero fácil. Pues no, parece que no van por ahí los tiros. Me
explica que es de todos conocida la impresionante labor psicológica que se
atribuye a las putas. Lola, que ya mercadeaba con su cuerpo desde muy joven y
que era una chica inteligente, se dio cuenta de que , en este mundo
competitivo, en este entorno marcado por un capitalismo salvaje, regía la ley
de la oferta y la demanda, y decidió ofrecer a su clientela algo más allá de lo
tradicionalmente ofertado. Estudió la carrera de Psicología mientras seguía ejerciendo
su verdadera vocación, aquello para lo que había nacido, y que le hacía
verdaderamente feliz. Intentaba, utilizando los conocimientos teóricos y
prácticos que iba incorporando, dar a sus clientes el trato más completo,
hurgando en lo más profundo de su
subconsciente, de su personalidad y de su bragueta para hallar el
secreto, la razón que les hacía acudir a burdeles, a esquinas, a polígonos
industriales a liberar quien sabe qué.
Freud, Lacan, Skinner, me dice, se convirtieron en sus autores de referencia.
Sabía todo lo que había que saber sobre el yo y el superyó, sobre fetichismo y
fantasías, sobre la interpretación de los sueños, sobre el condicionamiento
operante y los perros salivantes de Pávlov, sobre Funcionalismo,
Estructuralismo, y la escuela de la Gestalt. La leche. No se conformó con
licenciarse, sino que continuó sus estudios, doctorándose y siendo valorada
como una de las jóvenes con más futuro de la profesión.
Llegamos,
bajo una tormenta cuasi tropical, a la esquina del Marilyn's. Le pagamos al
taxista los 20 euros de rigor, y abrimos la puerta exterior de aquel antro. En
la recepción, un gorila de dos por dos, con unos brazos bien trabajados en
gimnasio y acostumbrados a mediar en jaranas nocturnas, nos cobra diez euros
por entrada con derecho a consumición, y
apartando la cortina roja de la puerta, nos invita a entrar. Es la segunda vez
que acudo a un sitio como éste; la otra vez tenía veinte años. Chema saluda con
naturalidad; es un asiduo visitante. Las chicas se arremolinan, cariñosas, a su
alrededor, mientras algunas me miran con curiosidad. Una se me acerca. Eres un
poco tímido, ¿verdad? Coño, ¡y tanto! Si mi Vicenta me viera por estos lares,
me la corta. Tal cual. Levanto la vista, superando mi vergüenza, y entablo
conversación con ella. Es rumana, como casi todas las de aquí, me cuenta. Me
voy relajando mientras hablamos del tiempo, del calentamiento global, del
interés turístico del mar Negro y de lo bien que le va a mi Atleti, temas que
atraen sorprendentemente su atención. Lola está ocupada en su gabinete-habitación,
nos informan. Debemos esperar. La sala está medio llena. Un grupo de turistas
japoneses toman cerveza y miran a las bellezas occidentales con cara de vicio,
mientras echan fotos, hasta que el gorila les amenaza con la posibilidad de
darles un par de hostias si no dejan de hacerlo. Un camionero le toca el culo a
una chica, debatiendo sobre temas de política nacional. El resto de mujeres
fuman y esperan. Nos bebemos unos güisquis, invitando a una copa a dos de las señoritas,
a la rubia rumana y a una morenaza explosiva, por lo que nos sablean otros
cuarenta euros. Sale cara la vida licenciosa, pienso para mí.
La
aparición de Lola interrumpe mis pensamientos. Vaya pedazo de hembra. Alta,
morena de piel, tatuada, pelo
ensortijado largo y oscuro, sonriendo y con una mirada alegre y curiosa.
Transmite una extraña sensación de paz interior, además de estar muy buena. Sus
labios son carnosos, sensuales, de un rojo intenso, y sus pechos, enormes,
sublimes, desafían claramente la ley de la gravedad; si con ésta no me empalmo,
apaga y vámonos, pienso. Tardo en reaccionar cuando empieza a hablar. Chema se
desembaraza momentáneamente de Irina y Mariana, nombres típicos del norte de
Rumanía, y me la presenta. Le cuenta algo al oído, y se despide de ella con un
beso en la mejilla. Después escapa con las dos chicas hacia una de las salas
del fondo. En un par de horas nos vemos,
me chilla mientras babea en el escote de la rubia y pellizca a la morena en el
muslamen. Con un grácil gesto, Lola me indica que la siga a su gabinete
psicosexológico.
Mi
mirada no pierde ripio, embelesada por los movimientos de sus caderas, mientras
subimos escalón a escalón hasta el
primer piso. Entramos en una habitación amplia, con las paredes pintadas en
rojo, en la que nos esperan el típico diván de psicoanalista, una cama de agua y
un escritorio de caoba africana. Una estantería a juego contiene las obras
completas de Freud, además de varias ediciones ilustradas del Kamasutra y
numerosos libros de temáticas variadas. Nos sentamos y me invita a explicarle
el porqué de mi visita.
Después
de escucharme atentamente, decide enfocar
el problema desde una perspectiva freudiana. Según ella no debo haber
superado la etapa anal, cosa que yo ya sabía desde la mañana, cuando el cabrón
de la perilla me introdujo su dedo índice (¿o era el corazón?). Yo le digo que
por ahí íbamos mal, que ya había tenido una experiencia poco satisfactoria, y
que no creía conveniente repetirla. Me pregunta que si con mi Vicenta habíamos
trabajado la vereda de la puerta de atrás, con lubricantes y guarrerías de ésas.
Le digo, con poco convencimiento, la verdad, que mi mujer es mucha mujer, y que
eso eran cosas de maricones, que ella nunca me había permitido ni acercarme por
ahí. En realidad sí lo intenté una vez, y casi me lleva frente al tribunal de
la Inquisición, que mi parienta, si algo es, además de muy decente, es
católica, apostólica y romana (que no rumana). Me mira con cara de póquer. No
se cree de la misa la media, pero parece muy flexible en sus planteamientos,
así que decide cambiar de teoría, al modo de mi ídolo Groucho (“estos son mis
principios, y si no le gustan, tengo otros”) y pasamos a explorar cuestiones
relacionadas con la etapa oral.
Por
ahí vamos mejor, pienso, recordando cómo de joven me ponía como un verraco al
pensar en eso que ahora los finolis llaman sexo oral. Vamos, las mamadas de
toda la vida. Ahora ya ni con ésas, porque las últimas veces que mi Vicenta se
ha bajado al pilón tampoco ha conseguido lo imposible. La terapeuta, despacio,
se arrodilla frente a mí y con rapidez y mucha habilidad me baja la bragueta.
No voy a contar las cosas que me está
haciendo porque soy un caballero, pero me lo hace, a mi corto entender, muy
bien, con mucha profesionalidad. Se nota de lejos que es una mujer instruida y
plurilingüe, tal como propugnan los planes de estudios de la Universidad
actual, pero ni así. Aquello tampoco surte efecto, la cosa no sube, no aumenta,
no crece. Se mantiene como tímida, asustada. Un cuarto de hora después, con la
articulación temporomandibular casi subluxada, Lola desecha como opción la
necesidad de superación de la etapa oral.
Ella se levanta, suspira, sonríe y me mira de
frente, a los ojos. Se ve de lejos que le gustan los retos. Consulta con un
gran libro negro que coge de la estantería, y pasamos las horas siguientes probando y refutando
teoría tras teoría. Látigos, vibradores, animales, cuero negro, pinzas, bolas
chinas, de todo lo que se le pueda
ocurrir a una mente calenturienta pasa
por sus manos y por lo que no son sus manos, y nada de nada. Lloro, río, me
hipnotiza, hago el pino puente, flexiones, gárgaras, contorsionismo, todo lo
que me va pidiendo, pero nada de nada, nada de nada, nada...Aquello sigue
incorruptible, mirando de reojo con su calva cabeza, agachada pero con orgullo, diciendo que nadie ni nada va a
conseguir hacerla levantarse. Antes morir agachada que vivir levantada, al modo
del Che Guevara, parece decir.
Incluso
probamos a hacer un trío con una señora
que podría ser mi abuela, que en paz descanse, pues Lola me explica que los caminos de la mente son
inescrutables, y que hay gente a la que le excita la visión de mujeres, digamos
veteranas, tal y como Dios, si existe, las trajo al mundo. Me acuerdo de un viejo
amigo, escritor, que después del gran éxito económico conseguido con la
publicación de sus dos únicos libros, se perdió, ahogando sus penas entre
alcohol, drogas, orgías con mujeres octogenarias y nonagenarias y libros de
Kant, que despertaban su pasión y su
libido desde siempre (las señoras, no los libros de Kant). También mantuvo relaciones
con alguna mujer de sesentaitantos, pero terminó dejándola por su inexperiencia
y porque le hacía sentirse un enfermo, casi un pederasta. Era un gerontófilo,
me explica Lola. Gerontófilo, pero ilustrado. Hay gente “pa tó”, pienso.
Dejo
que terminen la faena Lola y la abuela, pues parece que se lo están pasando de
miedo. Mientras me visto, decido sacar la bandera blanca. Me rindo. Paso de
seguir. Que se quede como ella quiera, y si no quiere levantarse más, pues lo
aceptamos y listo. Me da rabia no haber aprovechado cuando aún funcionaba, cuántas
ocasiones perdidas, joder...La tristeza me invade. Lola, exhausta, con cara de
decepción, con su mirada esquivando la mía, me dice, excusándose, que nunca le había pasado algo parecido.
Había sido una suerte de gatillazo profesional. Se compromete a seguir buscando
respuestas, me dice que se pasará toda la noche buscando y buscando, y que no
se rendirá hasta que encuentre algo que pueda ayudarme. Por supuesto, me cobra cien euros, que el
esfuerzo es el esfuerzo, y la muchacha, esforzarse, se ha esforzado, la verdad.
Me despido cortésmente de ellas, y cierro la puerta tras de mí. Chema estaba
esperándome con una pelirroja de origen hindú, tomando un carajillo. Qué, una
profesional, ¿a que sí? Le respondo
asintiendo con la cabeza, para qué le voy a herir en sus sentimientos,
explicándole que todo ha sido un fracaso.
Nos despedimos de las chicas, echo una última mirada a aquel sitio, al
que no pienso en volver hasta dentro de al menos otros veinte años, y salimos
del puticlub. Ya no llueve. Paramos un taxi y volvemos al barrio, en silencio,
cansados, pensativos, sin cruzar una
palabra.
Chema se queda tomando unas copas en el bar de
la esquina. Le agradezco su interés, y le digo que me vuelvo a casa, a ver si
la terapia ha hecho efecto. Para qué explicarle que no tengo ninguna esperanza
de volver a ser lo que era hacía no tanto tiempo. Es tarde, todo está oscuro.
En el callejón de la bocacalle antes de girar hacia mi casa, me asaltan un grupo de heavies moteras con ganas de guerra. Diez o doce valquirias
teutonas, rubias, despampanantes, todo cuero negro y escotes salvajes, con parches
de Motorhead y AC-DC. ¡Robadme lo que queráis, ya no me queda nada, soy un despojo
humano!, les grito mientras rompo los botones de mi camisa exponiéndome a pecho
descubierto. Me intentan violar en grupo, y en mi fuero interno pienso que a lo
mejor el destino me está enviando la respuesta a mi problema. Lo intentan como
locas, de dos en dos, de tres en tres, utilizando técnicas y estrategias
totalmente desconocidas por mí, pero acaban dejándolo al ver que no hay manera de levantar aquello. Está muerto, no
reacciona. Decepcionadas, continúan su camino en busca de un macho que las
satisfaga.
Caminando,
roto, triste, hundido, llego al portal de mi casa. Saco la llave y abro el
portal; subo las escaleras despacio, y me quedo parado delante de la puerta.
¿Entro o no entro? Abro con cuidado, para no despertar a Vicenta. Es muy tarde,
el reloj del comedor marca las dos y media de la madrugada. Se ha acostado
ya, harta de esperarme. Incapaz de
rendirme, pienso en probar por última vez. Habrá que gastar el último cartucho.
Ella está tumbada de lado, de espaldas a mí, roncando, y las sábanas apenas dejan
entrever su cuerpo. Me desnudo y me arrimo todo lo que puedo. Hace no mucho
tiempo, simplemente con restregarme un poquito con ella a la vez que posaba mis
manos envolviendo sus tetas era suficiente para despertar al dragón que llevaba
dentro. Pero esta vez tampoco funciona. Por más que me roce y me restriegue. Me
resigno. Hace mucho tiempo que aquello dejó de ser algo más que un simple
surtidor de orina. Qué tristeza.
Intento
dormirme, pero no lo consigo. Mi cabeza solo repite las palabras del cabrón de
la perilla. Cambia de jaca. Cambia de jaca. Cambia de jaca. Había probado todo,
y nada. Desesperado, me levanto. Me pongo la bata, y me dirijo al salón. Voy derecho al mueble bar y preparo un resolí con hielo. Me siento en mi
sillón y enciendo la tele. Están echando una película. Dos tíos con sombrero
alrededor de una hoguera conversando, con los caballos relinchando al fondo.
Coño, una de vaqueros, con lo que a mí me gustan los western. Seguro que es una adaptación
de alguna peli famosa de cuando yo era pequeño. Me acomodo con la copa en la mano para disfrutar, después de un
día muy muy duro, de un poco de entretenimiento, de algo que me distraiga. En la pantalla, el tipo con sombrero y con
camisa de cuadros le mete la lengua
hasta el gaznate al otro tipo con sombrero y camisa de cuadros mientras se abrazan y echan un polvo en la
tienda de campaña. Mis ojos se abren
como nunca antes lo habían hecho, a la vez que la copa estalla al chocar contra
el suelo. Aterrado, noto como algo en mi entrepierna empieza a crecer y crecer
y crecer...
5 comentarios :
-
Maestro, mis respetos. Eres un monstruo. ¿Has leído el comentario anterior? Pedazo de piropo. Sigue así, Maestro.
-
¡¡¡Fantástico!!!!Sigue así y ofrécenos pronto tu siguiente relato.Enhorabuena.
-
Felicito al amigo Anónimo que publicó su comentario el día 20 de enero a las 17:53.
Una crítica excelente llena de respeto y de objetividad. Se percibe que cuentas con elementos de juicio indiscutibles y para ello pones sobre la mesa unos argumentos que no admiten réplica. Aportas un comentario equilibrado, mesurado, maduro, inteligente. Todo un lujo y un placer disfrutar de un análisis tan concienzudo.
Enhorabuena. Se nota que eres una persona con muchísima educación. Muy mala, por cierto, pero eso al fin y al cabo es un pequeño detalle.
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