Por Mariano Pontones
Hoy, por fin, dejo
de ser presidente de mi comunidad de vecinos. ¡Menudo añito que me he tenido
que tragar! La reforma del patio, para impermeabilizarlo, porque las goteras
del techo del garaje ya daban miedo, el arreglo del tejado, por las puñeteras
palomas, que todo lo destrozan, la
puerta de seguridad en los trasteros, después del enésimo robo... ¡Hasta ahí
mismo he terminado! Pero todo tiene un final. Hoy tenemos la convocatoria
ordinaria, donde se hace el balance del año, se informa de las cuentas, se
nombra al nuevo “equipo directivo”, y sanseacabó, yo termino con mis
responsabilidades... ¡Qué largo se me ha hecho!
Son ya casi las
ocho. Cojo mi taburete plegable de Ikea, y salgo al portal. Solo están el viejo
y el deportista, hablando del tiempo. Estamos en vísperas de navidad, y hace un
frío del carajo. Me abrigo bien, porque el año pasado me cogí un trancazo que
arrastré hasta la primavera. Llega el administrador, el jeta que nos lleva las
cuentas, y que más que ayudar, complica más las cosas. Pero aquí nadie tiene lo
que hay que tener para echarlo. Es un cincuentón repelente, calvo y con papada,
y que siempre viste el mismo traje pasado de moda. Le saludo fríamente. Le da
igual, es todo un profesional. Se instala en el portal con su mesa plegable y
su silla y se sienta, extendiendo por la mesa todos sus papeles. El deportista
está hablando de la San Silvestre, que va a correr este año por decimoquinta
vez. No está mal, a sus setenta años, y operado del corazón antes del verano.
El tipo no para: bicicleta para allá, carrerita para acá, pádel dos veces por
semana y natación todas las mañanas. No me extraña que le diera un infarto. Me
agobio sólo de pensarlo y decido salir a fumarme un pitillo en la calle,
mientras llegan el resto de vecinos. Está lloviendo a mares. Perfecto, así
comprobaremos si la reforma está bien hecha, porque de estos chapuzas de pueblo
no me fío ni un pelo, para mí que las goteras van a volver a salir. Pero bueno,
eso ya que lo resuelva el nuevo presidente. “A mí, plin”, pienso mientras
degusto con placer el tabaco que mi mujer ignora que sigo fumando. La memoria
me lleva a uno de los pocos recuerdos agradables del año, cuando la cacatúa y
la mujer del deportista aporrearon mi puerta escandalizadas porque había una
desconocida haciendo topless en la piscina, y que si eso era una guarrería, que
si los niños, que si tal y que si cual…
Tardé menos de veinte segundos en ponerme la camiseta y salir a ver quién era
esa depravada. Se trataba de la nueva inquilina del segundo, una rubiaza
extranjera que no conocía nuestras costumbres. En mi rudimentario inglés le
hice saber que eso no podía hacerlo, que el reglamento comunitario no lo
permitía, que los vecinos se habían quejado, pero mientras le decía esto me
deleité con su imagen unos segundos y esa visión me ha acompañado desde
entonces. ¡Qué lástima! Ya no volvió a hacerlo. Estos guiris son muy
respetuosos con la legalidad vigente.
Vuelvo a entrar. Ya estamos casi todos: el
viejo, el deportista, el del bajo, la solterona, el pringao y su mujer, el
policía y el del ático. Sólo falta el
funcionario. Menos mal que somos pocos: si llegamos a ser más, y tal y como
están las cosas, posiblemente ya habría muertos. “Compraos el pisito, tan
chulo, con piscinita y patio para que los niños jueguen, que como sois pocos
vecinos, seguro que os lleváis bien”, decía mi suegra hace diez años. Por qué
coño le haríamos caso. El patio recién reformado, con derramas de cien euros al
mes hasta quién sabe cuándo, la piscina
que esperemos que no dé más problemas, y encima somos cuatro gatos y todos
enfrentados. Un chollo, vamos. Si lo llego a saber, me compro el piso viejo,
que ya sabíamos lo que había y encima pillaba más cerca del trabajo. En fin, a lo hecho, pecho.
Al final no baja el
funcionario, sino su mujer, que está muy buena. Mejor, al menos nos alegramos
la vista un poco, aunque es tonta como ella sola. Como buen funcionario, sabe
escaquearse y delegar en otros su trabajo, sí señor. A ver si aprendo, y la
próxima reunión se la encasqueto a mi mujer. El baboso del administrador da
comienzo a la reunión. Lee la última acta a tal velocidad que nadie entiende
nada, pero es aprobada por unanimidad. Aunque hace un frío que pela, el tipo
está sudando como un cerdo. Me repugna desde que le conozco. Es nefasto como
administrador, pero le cae bien al núcleo duro del portal, y no hay quien lo
eche. Toca ahora hacer el informe de mi
gestión: que si los extintores, que si el arreglo del tejado, que si las
goteras, que si la piscina...De vez en cuando alguien matiza alguna cosa, pero
en principio todos escuchan en silencio. Termino con ruegos y preguntas y se
abre la veda: cada uno tiene sus manías, y lo que al principio parece ordenado
y tranquilo poco a poco va subiendo de tono. Como siempre, vamos. Ésta creo que
es la vigésima vez que nos hemos reunido en los últimos diez años, y siempre ha
sido así: comienza relajado y luego
acabamos a gritos, a insultos, y todos cabreados para casa, cada uno con su
rollo en la cabeza. Y al día siguiente, “buenos días, buenos días”, y ya está.
Como si no hubiera pasado nada. Todo igual. Esta vez voy a intentar controlar
mis impulsos, y tratar de verlo todo como un antropólogo haciendo trabajo de
campo: observando con objetividad.
El viejo, como
siempre, se queja de que pagamos demasiado y eso que paga la mitad que yo. No
debe medir más de un metro y medio y
pesar cuarenta quilos, lo que contrasta con su nombre, Máximo, y con su mujer,
la cacatúa, que es el triple que él: alta, grande, bien entrada en carnes. Todo
el vecindario la conoce porque se pasa el día cantando ópera, con unos
gorgoritos que a mí me ponen frenético, además de ser una cotilla de tomo y
lomo. Tienen dos hijos que son al revés, ella flaca y diminuta y él un armario
de tres puertas. Todas las reuniones suelta la misma monserga, que si la ley
dice tal, que si se hicieron mal los estatutos, que si la abuela fuma en
pipa... La última vez amenazó con pegarle dos guantazos al del ático, que
siempre está tocándole las narices. Por otro lado, el policía, que es un
maniático del sueño, pues se acuesta a las diez y veintiuno todas las noches,
incluidos fines de semana, y tiene oído de tísico, se queja de que los niños
del pringao, el del tercero, son unos salvajes, que no paran de arrastrar cosas
por la casa y de jugar con canicas todo el día. Ha llegado a insonorizar el
techo porque dice que escucha hasta cuando
el pringao y su mujer echan un polvo, imagen que entra en mi mente y me
horroriza, ¡qué asco, por Dios! El pringao, que nunca dice nada, le manda a
donde todos sabemos, y casi llegan a las manos. El policía saca la pistola y le
amenaza, pero lo hace todos los años, así que nadie se asusta. Lo que no hace
todos los años es sacar su placa identificativa y, apuntando al techo, pegar
dos tiros, mientras grita “¡quieto todo el mundo!”. Una de las bombillas
halógenas deja ipso facto de existir, a la vez que pedacitos de cristal y de
yeso le caen en la cabeza al del ático, que se vuelve canoso de repente.
“Joder, ahora habrá que llamar al escayolista”, pienso. A no ser que decidamos
hacer como en el Congreso, y lo dejemos para la posteridad; lo propondré en la
próxima reunión. El silencio dura los escasos segundos que tarda el viejo en
reanudar su letanía, está vez
dirigiéndose a la mujer del funcionario, que le escucha con una paciencia
infinita. Mientras el policía y el pringao continúan su intercambio de
impresiones, el deportista aprovecha para hacer unas flexiones y el
administrador toma nota de todo, que la verdad es que minuciosas, lo que se
dice minuciosas, sus actas sí que son.
Yo sigo observando con alma de antropólogo,
tal y como me dijo la psicóloga que debo hacer para no estresarme, sin
inmiscuirme demasiado. De vez en cuando le echo una miradita a la mujer del
funcionario, vaya cuerpazo que tiene, que mira todo con cara de alucinada.
Normal, es su primera reunión. Es una cuarentona lustrosa, rubia de bote y
pasada un poco de quilos, como a mí me gustan. Intenta transmitir una sensación
de seguridad que no transmite ni por asomo, aunque ella no es consciente. Se le ha ocurrido la feliz
idea de que un grafitero pinte la puerta del garaje, que está muy fea con la
pintada que tiene ahora mismo, porque mira que se esmeró poco el que la pintó,
debía ser un aprendiz. Compraron el piso hace unos meses, pensando que venían a
una comunidad normal, incluso algo pija, y yo creo que están empezando a darse
cuenta de donde se han metido. La casa se la vendió el hermano pequeño de la
solterona que aprovechó que le estaban investigando por fraude y malversación
en el Ayuntamiento para liquidar el piso
y largarse lo más lejos posible. Por Australia creo que anda ahora mismo.
La solterona, mujer
de unos cincuenta, y que en su juventud debía ser un bellezón, suele hablar
poco en las reuniones. Siempre asiente y mira mucho, observando todo y a todos,
y, extrañamente, cuando habla, todo el mundo escucha. Suele ser el único
momento en que el silencio se impone. Qué tendrá esa mujer, que no es
especialmente bella ni especialmente fea, ni gorda ni flaca, vestida siempre de
rojo, que al final termina diciendo las palabras que hay que decir. Me resulta
fascinante. Dicen que es cinturón negro de kárate, pero yo no me lo creo, no
tiene pinta de eso. Aunque es verdad que tres días a la semana sale con su
bolsa de deportes negra, y vuelve recién duchada y con moratones. No sé, quizá un día de éstos le
pregunto, sin que se entere mi mujer, que es muy celosa, a ver qué me cuenta.
Entra en liza el
del bajo, diciéndole a quien quiera coger la indirecta que está hasta la
coronilla de la guarra que sacude las alfombrillas y tira el contenido del
recogedor por las ventanas, porque toda la mierda le cae a él en su terraza. La
indirecta la coge al vuelo la mujer del pringao, que tiene esa costumbre
heredada de su madre, a la que todos conocen en el barrio por el pleito que
tuvo hace unos años por sacudir las alfombras encima de la terraza del bar de
la esquina. Cosas raras que tiene la genética. El del bajo trae en una bolsa
las pruebas de lo que denuncia, que esparce provocadoramente sobre el suelo del
portal: cigarrillos, huesos de aceituna, tapas de yogur y pelusas del tamaño de
un camión. Las migas de pan dice que también las iba a traer, pero que no le
dio tiempo, porque se las comen los pájaros,
que le llenan todo de cagadas, y que quiere que las limpie la empresa
contratada por la comunidad. Menudo listo. La guarra le mira con ganas de
estrangularlo. A ver quién recoge ahora esto, pienso mientras llega de la calle
el armario de tres puertas, que abre la puerta, atraviesa sin decir nada el
rellano, gruñe a modo de saludo a su padre y coge el ascensor sin despedirse.
El administrador sigue tomando nota de todo, secándose el sudor con un pañuelo.
El viejo insiste en que quiere que conste en acta que él considera
desproporcionado lo que paga y que “si hubiésemos hecho bien los estatutos,
estas cosas no pasarían”. En fin, pelillos a la mar, que a esto le queda un
suspiro.
Después de no
solucionar nada ni llegar a conclusiones prácticas, como habitualmente sucede,
procedemos a la firma del equipo directivo entrante y del saliente, o sea, yo.
Este año le toca al del ático, que me parece a mí que se va a escaquear, como
hizo el primer año, en que no hizo ni el huevo. Pero bueno, allá él, a mí ya me
resbala lo que ocurra aquí. Echo el garabato en la hoja que me presenta el
baboso. Por fin. Los vecinos van
marchándose poco a poco. Sólo quedamos el nuevo presidente, el administrador,
la solterona y yo. Mientras nos despedimos cortésmente, que si algo somos es
gente civilizada y con educación, miro de soslayo a la mujer del funcionario,
que está subiendo la escalera. Que buena
está la jodía. A ver si llega el verano y abrimos la piscina, que ésta en
bikini tiene que ser todo un espectáculo. En fin, recojo el taburete, lo
pliego, y me meto en casa. Un agradable olor me recibe al entrar. Esta noche
toca pisto.
Como la vida misma