por
Toxizer
Desde los albores de la Humanidad, y en todas las civilizaciones conocidas, los hombres han fantaseado con el fin del mundo. La destrucción de los soles aztecas, el diluvio universal en diversas culturas, el Ragnarök nórdico, el Apocalipsis cristiano, etc. Por lo general se trataba de destrucciones cíclicas, causadas por los dioses como castigo a la estupidez y maldad del hombre, que daban como resultado un mundo mejor. Aun tratándose de un tema recurrente dentro de la mitología universal, es curioso cómo muchos humanos esperaban con impaciencia masoquista la destrucción del planeta. Desde el siglo I fueron auguradas diversas fechas en las que el mundo se iba a ir al garete, la mayoría por parte de autores cristianos. Jesús de Nazaret, en el año 33, predijo que el Juicio Final era inminente, y sus seguidores fueron postergando dicha fecha, siendo la predicción más famosa la de Juan en el Apocalipsis, escrito alrededor del año 90. Para el monje español Beato de Liébana, el fin iba a llegar el 6 de abril del 793. A Dorothy Martin unos aliens le revelaron que la vida humana cesaría el 21 de diciembre de 1945. El fanático estadounidense Harold Camping se hizo famoso por predecir el Armagedón en 1994 y, como no ocurrió nada, volvió a anunciarlo para el 2011, sin mejores resultados. En el año 2000, un supuesto error de software iba a provocar el caos total y la destrucción absoluta, y muchos fueron los que se acojonaron. Ilusos. Se consignó el 21 de diciembre de 2012 como la siguiente fecha para el desastre universal, y esta ocasión parecía la definitiva; todo el mundo hablaba de ello y todo tipo de teorías se propagaban por Internet como la pólvora. Supuestamente, el aniquilamiento estaba anunciado por el calendario maya, y todos especulaban sobre la manera en que tendría lugar: una colisión planetaria, una invasión alienígena, una reversión geomagnética, … En 2060, la Humanidad volvió a temblar, ya que Isaac Newton predijo que ese año acontecería el Apocalipsis, y si lo afirmaba un científico del siglo XVII, debía ser cierto, aunque no lo fue. La siguiente hipótesis de cataclismo fue propuesta para el 21 de diciembre de 2100, y esta vez… fue cierta. El mundo se fue al carajo mientras yo me ponía hasta el culo de Twinkies. Ahora, desde la comodidad de mi sillón recuerdo el día en el que nuestro planeta cambió inexorablemente.
Durante toda la jornada estuvieron lloviendo bombas sobre la ciudad y sus alrededores. Mientras trabajábamos sin pausa, no paraban de escucharse tremendas detonaciones, pero nuestro proyecto era demasiado importante como para que nos evacuaran y el centro de investigaciones energéticas era relativamente seguro. Hasta que al atardecer, uno de los policías militares entró en el laboratorio.
–¡Salgan del laboratorio y diríjanse a los refugios atómicos! –gritó el militar, a la vez que comenzaba a sonar la alarma–. Se acerca un maldito misil balístico a la ciudad, ¡corran!
Al segundo todo se convirtió en un caos, la gente huía despavorida. Todos sabían muy bien que el misil llevaría una carga de al menos un megatón, la suficiente para destruir nuestra ciudad y dañar los alrededores. Mis hermanos y yo conseguimos salir al exterior y ver los últimos rayos de sol asomando entre las nubes rojizas del ocaso; pasaría bastante tiempo hasta que volviese a ver el sol brillar. Tras unos minutos de frenética carrera llegamos a un refugio. Tras de nosotros llegó un tipejo, Dimitri, según ponía en su placa de identificación. Éste cerró la puerta blindada nada más entrar, dejando fuera a muchos de sus compañeros, los cuales golpeaban la puerta pidiendo auxilio. En cuestión de segundos se escuchó un ruido ensordecedor, el suelo tembló y los golpes del otro lado cesaron. El refugio tenía capacidad para al menos diez personas adultas más, pero ese hijo de puta egoísta los dejó morir abrasados.
Tras el estruendo de la gran explosión vino el sepulcral silencio. Mis hermanos Deucalión y Pirra comían tranquilamente, como si el fin de la Humanidad no les importase lo más mínimo. Dimitri estaba en estado de shock, tirado en el suelo frente a la puerta blindada.
–¿Quieres un Twinkie? –le dije tendiéndole un pastelito que él rechazó de un manotazo. Menudo desagradecido.
Mi hermana Naama estaba sollozando en una esquina y me acerqué para ver cómo estaba.
–¿Te encuentras bien?
–Sí, pero tengo miedo por la Dra. Banner. Noé, ¿crees que se habrá salvado de la explosión?
–Claro que sí, se habrá metido en un refugio.
La doctora Banner era la bióloga del laboratorio que nos había cuidado desde que nacimos, llenando el vacío de la madre biológica a la que nunca conocimos. Todos queríamos mucho a la doctora; siempre que podía jugaba con Deucalión y Pirra, leía cuentos a Naama, conmigo compartía sus películas y discos favoritos. Ahora, en mis últimos momentos de vida, recuerdo con alegría y cariño aquellas tardes en el laboratorio viendo caer la lluvia junto a la doctora, mientras sonaba la música de Cole Porter, Glenn Miller, Django Reinhardt…
Pasadas unas horas reuní a los chicos.
–¡Hermanos!, ha llegado el día para el que nos hemos estado preparando desde que nacimos. El primer objetivo ha sido un éxito: sobrevivir. Cuando pasen unas semanas, y las cosas ahí fuera se tranquilicen, tendremos que ingeniarnos una manera de salir del refugio.
–Cuando salgamos de aquí, ¿veremos a la doctora Banner? –preguntó la pequeña Pirra.
–¡Que le den a la Dra. Banner! –soltó Deucalión–. ¿Dónde estaba cuando cayó la bomba? ¡Nos dejó solos!
–Tranquilo Deucalión, estoy seguro de que no le dio tiempo a venir con nosotros y entró en otro refugio. Pero ya habíamos planificado esta situación, si nuestra ciudad era destruida nos reuniríamos con ella en la biblioteca de Redwood, la ciudad vecina a la nuestra.
Lo que mis hermanos no sospechaban era que el viaje sería arduo y peligroso.
Los días pasaban lentamente en el refugio, el aburrimiento nos consumía y Dimitri estaba cada vez más loco, no paraba de llorar y gritar cosas incomprensibles.
–¡Aaaaarggg!... llamas y muerte… puerta… jinetes... ¡nooooo!... apartad monstruitos… engendros atómicos.
El pobre bastardo deliraba. Además, nunca hablaba con nosotros, sólo nos llamaba engendros asquerosos y no parecía entendernos.
Tras dos semanas, un suceso rompió la terrible monotonía en el refugio. Una tubería reventó y la habitación comenzó a inundarse a pasos agigantados.
–Jo, este agua apesta –soltó Pirra.
–Ya sabes a dónde han estado yendo nuestros desperdicios de las dos últimas semanas: meados, vómitos; ¡Mira, un mojón flotante!
–Ya vale Deucalión –dije a mi alborotador hermano–. Si ése idiota balbuceante no abre la puerta vamos a acabar de mierda hasta el cuello.
Mis tres hermanos se rieron con el comentario, pero la situación era realmente desesperada. Dimitri tardaría bastante en morir, pero nosotros tendríamos problemas pronto debido a nuestra escasa altura. El idiota seguía diciendo incoherencias frente a la puerta y no parecía darse cuenta del agua residual que le llegaba por los tobillos. Como no podía comunicarme verbalmente con él, le pegué una colleja y comencé a señalar el agua y la puerta. Finalmente se dio cuenta de la situación.
–¡Ahhhhgggg… agua negra… muerte para todos… fuego… todos muertos… corred por el invierno gris… rads… destrucción… ¡Ja, ja, ja!
Se incorporó y comenzó a abrir la enorme puerta blindada. En cuanto se abrió, una ola de polvo gris inundó la estancia haciéndonos toser a todos. El idiota salió corriendo y tropezó con unos cadáveres que bloqueaban el paso; al segundo se levantó de un salto y subió a toda prisa los peldaños que daban al exterior mientras seguía gritando incoherencias.
–¿Qué ocurrirá con Dimitri? –preguntó Naama–, ¿Creéis que sobrevivirá?
–Ni de coña –espetó Deucalión–. Vi en un documental lo que le pasa a un humano normal expuesto a dosis altas de radiación. Sufren una muerte agónica entre hemorragias internas, vómitos y diarrea masiva.
–Tranquilas, chicas. A nosotros no nos pasará nada de eso –dije para calmar a Pirra y Naama, que estaban visiblemente alteradas por el relato de Deucalión.
–Noé, antes de partir tenemos que buscar a la Dra. Banner –dijo Naama.
–Ok, buscaremos en los otros refugios.
Accedí a la propuesta de Naama, aunque sabía que sería una estupidez. Si Banner aún seguía viva estaría en algún refugio, sí, pero nadie en su sano juicio abriría sus puertas después de tan sólo dos semanas desde la explosión.
Al salir vimos una hilera de cadáveres que llegaba desde la puerta hasta el exterior. Eran los compañeros que Dimitri había dejado fuera, un fuerte olor mezcla de putrefacción y quemado inundaba el lugar. En el exterior el panorama era de una desolación total, el complejo había sido arrasado por la bomba, solo quedaban ruinas humeantes rellenas de muertos.
El complejo poseía cinco refugios. Investigamos los cuatro refugios que aún no conocíamos, pero como imaginaba, no dimos con la Dra. Banner. Dos de ellos tenían la entrada oculta por las ruinas. Si había alguien dentro no podría salir jamás, el refugio sería su tumba. Otro tenía la puerta cerrada, llamamos, pero obviamente nadie salió a recibirnos. Y en el último presenciamos un grotesco espectáculo, la puerta estaba abierta y varios cadáveres estaban atrapados en ella. Al parecer, en el momento de entrar los muy idiotas habían formado un tapón humano, por lo que todos habían muerto apiñados. Esto me hizo pensar en una frase que repetía a menudo la Dra. Banner: “La estupidez humana no tiene límites”.
–Noé, me duele la cabeza –susurró débilmente Pirra.
–La radiación está comenzando a afectarte, debemos abandonar la zona y cruzar el bosque. En esa dirección la radiación debe ser menor –ordené al grupo.
–Sí, ¡salgamos de este agujero apestoso! –gritó Deucalión.
El frondoso bosque de Ironwood se había convertido en un páramo de tierra yerma y árboles carbonizados. Durante todo el día caminamos en silencio bajo el cielo gris del invierno nuclear. Por la noche nos refugiamos en unas rocas ennegrecidas para guarecernos del frío, pero apenas conseguimos dormir; en la lejanía se escuchaban aullidos y otros ruidos de animales. En ese momento comprendía que sólo éramos niños asustados perdidos en el fin del mundo, víctimas fáciles para cualquier depredador superviviente.
Al segundo día de marcha encontramos un riachuelo y los primeros rastros de vegetación. Nos dimos un festín de hierba y raíces irradiadas. Nuestros cuerpos fueron creados para aguantar dosis altas de radiación, pero el regusto que ésta dejaba en los alimentos y el agua era asqueroso. Entre la escasa maleza vimos algo blanco moviéndose.
–¡Mirad, un animalito! –exclamó Pirra emocionada.
–Es un conejo –afirmó Naama–. ¿Cómo habrá sobrevivido tan cerca de la explosión?
–Igual que nosotros, escondido en su madriguera subterránea –les expliqué.
–¿Cuando lleguemos a Redwood podré tener un conejito? –preguntó inocentemente Pirra.
–Claro que sí, hermanita, yo mismo buscaré uno para ti –dijo orgulloso Deucalión.
En ese momento sentí una lástima tremenda por mis pobres hermanos. Parecían no darse cuenta de la situación en la que nos encontrábamos y de que posiblemente ninguno llegaría vivo a Redwood.
Al día siguiente llegamos a una carretera de asfalto que cruzaba el bosque. En dirección a Redwood había varios coches quemados por la explosión, y en la mayoría se encontraban familias enteras calcinadas. De repente escuché el sonido de un motor, y en cuestión de segundos aconteció uno de los sucesos más tristes de mi vida. Por la carretera apareció un viejo Cadillac rojo a toda velocidad y arroyó a Deucalión como si fuera un bicho. El muy hijo de puta ni siquiera paró el coche, lo vimos alejándose con la música a todo volumen mientras el cuerpo reventado de nuestro hermano yacía en medio de la carretera. Las chicas lloraban desconsoladas y yo maldecía mil veces a ese cabrón. Cada vez entendía mejor por qué la humanidad estaba en peligro de extinción. Era una especie malvada y egoísta, y me alegraba de que su reinado hubiese llegado a su fin. Intentamos pasar la noche en uno de los coches carbonizados, pero ninguno podía dormir. A medianoche un ruido leve pero incesante me estaba taladrando el cráneo, y al salir a la carretera vi cómo un montón de enormes hormigas estaban recogiendo los trozos de mi hermano. Cogí a las chicas y nos largamos de allí, no teníamos fuerzas para enfrentarnos a un centenar de hormigas si éstas decidían ampliar su despensa con nuestros cuerpos.
Seguimos andando paralelamente a la carretera, estaba bastante seguro de que ésta nos llevaría derechos a Redwood. Pasadas unas horas estábamos agotados y necesitábamos descansar.
–Deucalión era el mejor jugando al escondite y al balón –recordó Pirra entre lágrimas–. Era el más fuerte de los cuatro. ¿Por qué ha tenido que morir?
–Porque un idiota estaba celebrando el fin del mundo conduciendo a toda velocidad –contesté.
Como decía mi hermana, Deucalión era el que tenía mayor fortaleza física e inmunidad ante agentes químicos, enfermedades y radiación. Era un superviviente nato, podía sobrevivir a una explosión nuclear, pero no podía aguantar un impacto fuerte. ¡Maldito Cadillac! Tras comer algo nos quedamos dormidos los tres juntos apretujados bajo un saliente de rocas, mientras me juraba a mí mismo proteger a mis hermanas pasase lo que pasase.
Un día más en el Post-Apocalipsis, seguimos caminando bajo el cielo plomizo y cada vez estábamos más desnutridos; podíamos aguantar varios días sin comer pero no era demasiado agradable. Al atardecer se nos presentó una buena ocasión de reabastecernos y un gran dilema moral. Oímos unos gruñidos y al acercarnos al ruido vimos una terrible escena. Un famélico y asqueroso estaba devorando las entrañas de una niña delgaducha que no tendría más de doce años; el cánido enterraba su hocico en el cuerpo y sacaba pedacitos de intestino. Mi primera reacción fue lanzar una piedra contra el perro, que huyó dejando a su presa.
–¡Oh, es terrible! –exclamó Naama–. ¿Cómo habrá terminado así esta niña?
–Debe ser una superviviente de algún rancho cercano, habrá muerto de inanición, ya sabéis lo difícil que es encontrar comida por aquí –respondí a mis hermanas.
–¿Qué haremos con el cadáver? –preguntó Pirra.
–Vamos a comer –dije fríamente.
–No puedes hablar en serio –me respondió Naama
–Naama, necesitamos comida o no saldremos jamás de este bosque y acabaremos tan muertos como ella. Sé que puede parecer repugnante, pero es ley de vida. Recuerda cómo las hormigas se llevaron el cadáver de nuestro hermano, a la chica no le va a importar –solté atropelladamente, para autoconvencerme.
Al segundo escuchamos un ruidito, dejamos de discutir, nos giramos y vimos a Pirra atiborrándose de tripas. Finalmente decidimos acompañarla, pero Naama apenas pudo comer nada. Tras el banquete de vísceras humanas continuamos nuestra peregrinación a Redwood.
Poco antes del amanecer encontramos un buen lugar para descansar entre las raíces de uno de los primeros árboles que vimos desde nuestra salida del refugio, un viejo roble moribundo. Pero poco después de conciliar el sueño un zumbido incesante me despertó. Al levantarme vi una enorme avispa de color verde agarrando a Pirra, que la seguía como un zombi.
–¡Despierta Naama! –chillé a mi hermana.
–¿Qué le está haciendo ese bicho a Pirra?
–No lo sé, pero hay que detenerlo –respondí al tiempo que cogía una enorme piedra.
La avispa estaba intentando meter a Pirra en una pequeña cueva, pero no iba a permitir que un jodido insecto mutante me arrebatase a otro de mis hermanos. Eché a correr hacia la avispa y cuando estaba cerca lancé la pequeña roca, pero ésta la esquivó y se dispuso a atacarme con su temible aguijón. Durante unos segundos estuve esquivando el arma de mi enemiga hasta que mi espalda dio contra una pared. Yo era más grande que ella y esperaba que más fuerte; así que me abalancé con cuidado de no tocar el aguijón, agarré a la jodida avispa y golpeé con furia su cráneo contra la fría piedra una y otra vez hasta que sólo quedaron sesos y sangre.
En el fragor de la batalla Naama había cogido a Pirra, pero ésta seguía totalmente zombi. Aún era visible la picadura de la avispa en la cabeza de Pirra, el veneno de ese bicho la había dejado incapacitada para hablar o moverse con autonomía, sólo caminaba si la cogías del brazo y tirabas un poco de ella. La verdad es que no tenía ni idea de si los efectos serían permanentes o no. Esperaba encontrar a la Dra. Banner, ella sabría qué hacer.
Tras otras tres jornadas de lenta marcha estábamos agotados y desilusionados. Naama llevaba todo el día sin hablar y arrastraba a la pobre Pirra, y yo sólo podía pensar en una cosa, ojalá no hubiesen lanzado aquella maldita bomba. Los tiempos en los que éramos felices en el laboratorio me parecían muy lejanos. Entonces sabíamos que no éramos más que un experimento del proyecto Superviviente Definitivo y además no nos dejaban salir nunca del laboratorio, pero aún así anhelaba mi vida en cautiverio y odiaba mi recién adquirida libertad. De repente algo asombroso interrumpió mis cavilaciones, después de tantas penurias por fin habíamos llegado. Vi un enorme cartel con la pintura descarrillada en el que aún se podía leer: <<¡Bienvenidos a Redwood! Población: 9.563>>, aunque el número estaba tachado y habían pintado un 0 con spray rojo.
–¡Sí, ya hemos llegado! –chilló alegremente Naama, mientras echaba a correr a la ciudad.
Redwood también había sido bombardeada, pero ya que la mayoría de edificios seguían en pie, supuse que no habían lanzado ninguna bomba atómica. Sin embargo, tras adentrarnos poco a poco en la urbe, me di cuenta de que estaba equivocado. Conforme avanzábamos podía sentir cómo el nivel de radiación ambiental iba en aumento, hasta que nos topamos con un cráter de unas cuatro manzanas en lo que debió ser el centro de la ciudad.
–Noé, ¿crees que aún habrá alguien vivo en esta ciudad? –el gesto de alegría de Naama se había esfumado.
–No creo, si alguien sobrevivió a las explosiones y a la radiación supongo que se marcharía hace tiempo.
Tras un rato andando por calles solitarias, y cuando ya pensaba que la biblioteca habría sido destruida, encontramos el maltrecho edificio, semiderruido pero aún en pie. Las enormes puertas estaban abiertas y una canción sonaba en el interior. La biblioteca había sido usada como refugio, las salas estaban llenas de velas y linternas a pilas. Se amontonaban todo tipo de cosas: colchones, muebles, comida, juguetes, ropa; y, por supuesto, libros. Encontramos la fuente del sonido, un antiguo tocadiscos en el cual daba vueltas sin cesar un disco de vinilo de The Doors. Al lado vimos el cuerpo de un viejo con inicios de putrefacción y un tiro en la sien derecha. Este tipo debió ser el último superviviente de la ciudad, y si hubiésemos llegado unos días antes le habríamos encontrado vivo.
–Lo siento, amigo –dije al cadáver–, nos quedamos con tu casa.
Tras echarlo fuera con la ayuda de mi hermana, cosa que no le hizo ninguna gracia, adecentamos un poco el lugar que sería nuestro nuevo hogar. Allí comencé a leer libros de todo tipo, y mi mente se fue expandiendo cada vez más, devorando con especial interés los libros de Biología. Éramos felices de nuevo, después de tanto tiempo vagando por aquel jodido bosque y de haber perdido a Deucalión y a Pirra, que seguía en estado catatónico.
A los diez días de nuestra llegada una terrible tormenta sacudió al pueblo. Naama y yo subimos a la tercera planta a buscar provisiones y dejamos a Pirra en el enorme descansillo que iba a la segunda planta. De repente oímos unos golpes, nos asomamos a una barandilla para ver si nuestra hermana se encontraba bien, pero distaba mucho de estar bien. La pobre Pirra estaba tirada en el suelo con la cabeza destrozada y a su lado se encontraba su asesina, una mujer desnuda que se reía a carcajadas mientras seguía golpeando el cuerpo de su víctima con una palanca de acero. La mujer parecía un monstruo, su cuerpo desnudo estaba cubierto de quemaduras, heridas y fango; en su cabeza apenas tenía pelo y le salían unas enormes protuberancias por todo el cráneo; de su vagina rezumaba sangre y de su culo la mierda más apestosa que jamás había olido. Se giró, y a la luz de las velas reconocimos el rostro de nuestra querida doctora. Naama empezó a llorar y yo estallé.
–¡Nooo! –chillé–. Madre, ¿qué has hecho?
La Dra. Banner sólo me miró y siguió descojonándose al tiempo que gritaba incoherencias. Nos lanzó la barra y Naama la esquivó por los pelos. La Dra. Banner que conocíamos había desaparecido, no sé qué le ocurrió para volverse así pero no pude aguantar más y me lancé a por ella. Por primera vez en mi vida desplegué mis alas, y planeé unos cinco metros en picado hasta golpear con la fuerza de todo mi cuerpo el de la demente doctora. Ambos caímos a través de la ventana sin cristal por la que había entrado Banner. La loca me agarró de una antena, pero yo le golpeé con mis seis patas, me solté de su presa y me agarré al muro. Por un segundo, su gesto de rabia descontrolada se esfumó y ocupó su lugar una expresión de incomprensión absoluta. La mente de nuestra querida doctora había vuelto justo a tiempo para sentir cómo su maltrecho cuerpo se reventaba contra el asfalto.
Naama y yo incineramos a nuestra hermana junto a nuestra creadora. Ahora sólo nos teníamos el uno al otro. Los tiempos de locura y muerte habían terminado y ya no éramos unos niños. Habíamos sobrevivido al fin del mundo y era hora de comenzar con nuestro segundo objetivo: repoblar la tierra. Y en menos de un año Naama me había dado casi cien hijos sanos. Ahora todo Redwood nos pertenece, y con el paso del tiempo toda la Tierra habitable será nuestra.
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